Un sábado cualquiera, aproveché que el sponsor estaba de viaje para reunirme con un par de amigas para echar chal y chismear a gusto de las dolencias cotidianas del alma y el corazón.
Nada mejor para ello que hacerlo frente a una copa de vino y un apetitoso almuerzo para que la boca se afloje y empiece a fluir libremente todo aquello que nos acongoja.
Por eso cuando vi que en plena avenida Mazaryk estaba La Botica, un restaurante de comida japomexicoasiaticoperuana, pensé en que esta fusión de culturas con abuelas sabias que te resolvían la vida con un caldito seguramente tendría buenos remedios para sanar las emociones y el cuerpo.
La entrada a esta especie de farmacia europea de antaño me remontó a una época de nostálgica elegancia en donde los frascos con hierbas y líquidos inciertos con los que se preparaban las fórmulas y recetas, hoy dan paso a los nigiris, y sashimis reinventados.
Santuario para sibaritas
Nos acomodamos en uno de los gabinetes para dar rienda suelta al cotilleo con toda privacidad, nos armamos de un “Tokio Rosé” que pidió una de ellas para entonar el drama con el sake, gin y licor de cereza, la otra que es más fresa pidió una aburrida piña colada y yo me hidraté con un mezcal, para que duela.
Para empezar, la carta ofrece un omakase de 11 tiempos, por 1,398 pesos que nosotras dejamos pasar, preferimos jugar a la comidita con las pequeñas porciones de cada uno de los platos que compartimos como buenas amigas.
Iniciamos con un nigiri de kampachi con la frescura del Alva, bañado con ají amarillo peruano que enciende el fuego interior, con miel para endulzar las decepciones y coronado con poro crujiente de endorfinas que van directas al alma.
Al primer bocado ya habíamos olvidado cual era el tema central y el Glotón Fisgón que llevo dentro se dedicó al gozo del buen comer en este santuario para sibaritas.
Mi sorpresa iba en aumento con la belleza del siguiente plato, unas vieiras kimuchi, es decir un callo de hacha japonés, bañadas con una salsa de rocoto peruano y lima mexicana, mezcla que fue asentada sobre un limón amarillo y topado con flakes de ajo crujiente, casi lloro con tanta vitamina C de sabor sublime.
Continuamos con unas gyozas de camarón con salsa macha cremosa, la suavidad de la pasta de arroz que envuelve al camarón se funde en forma increíble con el balance entre el picor y la acidez de esa salsa dumpling.
No perdimos el ritmo con un sashimi de hamachi sobre un espejo con salsa de cacahuate y ajonjolí, macha japonesa, con un top de pepino y chile serrano y manzana encurtidas con miel de abeja, una verdadera delicia.
Seguimos el festín con un maki llamado butter crab, con mayonesa de trufa y mantequilla clarificada de ponzu, simplemente cumplidor. Luego llegó una tostada de atún marinado en miso de trufa sobre chip negro de arroz, aderezo de miel y crujiente de poro, para sanar cualquier locura.
Para asentar el estómago le entramos a los platos calientes, empezando con un arroz con hongos japoneses y continuando con un filete con foie gras marinado en miso, sobre una base de papa con poro y una reducción de carne y chiles coreanos y mexicanos fermentados.
Para este momento de lo único que hablábamos era sobre la excelente presentación de cada platillo, del ingenio de los boticarios que dieron rienda suelta a la creatividad inspirada en diversas culturas que compaginan en forma magistral en esta escena culinaria.
Así concluyó esta experiencia multisensorial en la que los chefs Alejandro Pérez y Víctor Setien lograron hacer de sus conocimientos de alquimia gastronómica un alivio que hizo olvidar la congoja y solo mantener el enfoque en cual sería nuestro siguiente plato.


