Miramos el mundo como si fuera evidente que está hecho para todos por igual, como si su diseño respondiera a una promesa universal de accesibilidad. Basta salir a la calle para comprobar lo contrario, rutas peatonales interrumpidas, rampas inconclusas, sistemas de transporte que excluyen a quienes no pueden someterse a su ritmo, escaleras que segmentan la vida pública y funcionan como fronteras invisibles. El pasado 3 de diciembre se conmemoró el Día Internacional de las Personas con Discapacidad y lo primero que salta a la vista no es la fragilidad humana, sino la arquitectura de nuestras exclusiones. La discapacidad no es una carencia individual, es el síntoma más claro de un mundo construido para un solo tipo de cuerpo, mientras 9.5 millones de mexicanos (según el Inegi hasta 2024) negocian con un entorno que los niega y vulnera. Pensar la discapacidad como fallo estructural presenta tres dimensiones: la falla urbana, la falla del sistema de salud y la falla jurídica. La ciudad mexicana es un mapa de obstáculos, rampas que no llegan a ningún lado, transporte inaccesible, escaleras que funcionan como filtros sociales. El sistema de salud no sólo carece de diagnósticos oportunos o de especialistas suficientes, sino también carga con la herencia simbólica que Susan Sontag denunció con tanta lucidez. La enfermedad, escribió, se rodea de metáforas guerreras —“luchar”, “vencer”, “ser fuerte”— que depositan la culpa en quien enferma, como si el cuerpo fuera un campo de batalla donde la voluntad decide el desenlace. El rezago jurídico, por su parte, promete derechos que no se cumplen y accesos que existen sólo en el papel. Estas tres fallas no describen una anomalía del individuo, sino una normalidad del Estado. Pero la discapacidad no termina donde termina la silla de ruedas ni donde empieza la prótesis. Existe un territorio entero de discapacidades invisibles que viven en la penumbra social: dolor crónico, neurodivergencias, epilepsia controlada, ansiedad paralizante, entre otras, que no dejan huella visible en el cuerpo, pero transforman cada gesto de la vida cotidiana. Para estas personas, la ciudad es también laberinto; el sistema de salud, puerta estrecha; el derecho se vuelve un requisito imposible. El problema no radica en su aparente invisibilidad, sino en la negativa colectiva a reconocerlas. Al entramado anterior se suma el capacitismo; esa violencia que opera con sigilo y que, por su sutileza, frecuentemente se confunde con el “orden natural” de la vida social. Una violencia que infantiliza, que exige permisos para ejercer autonomía, que cuestiona la veracidad del dolor ajeno, que desplaza a las personas mediante prácticas aparentemente triviales, como la invitación excluyente, la reunión inaccesible, la presunción de incompetencia. Una violencia delimita opciones de vida y que es estructural no sólo porque se reproduce de manera constante, sino porque se integra sin resistencia a la operatividad social habitual y convierte la autonomía en un privilegio administrado. Esa forma de discriminación que pasa inadvertida, sostiene buena parte de esta arquitectura de exclusión. No escandaliza. No indigna. No convoca a marchas. Sucede como si nada en el lenguaje que reduce, en la ausencia que borra, en la idea persistente de que la normalidad es un cuerpo sin límites y que todo lo demás es problemático. Hemos convertido la independencia en un ideal categórico, olvidando que toda vida humana depende de otra vida. La fragilidad no es excepción, sino condición. Por eso la inclusión no puede ser entendida como “integrar” a las personas con discapacidad al mundo tal como es. Ese mundo, con sus escalones, sus trámites, sus imaginarios, fue construido sin ellas. La verdadera inclusión exige algo más radical: reconstruir el mundo para que todas las vidas puedan habitarlo. Hacer ciudades más blandas, instituciones más permeables, lenguajes más generosos. Recordar que nadie está exento de enfermar, de caer, de necesitar cuidados; que la interdependencia no es derrota, sino la raíz misma de la convivencia. En este contexto, tal vez la pregunta no sea cómo incluir, sino cómo repensar un país para que pueda habitarse con dignidad, independientemente del cuerpo que habitamos.   Columnista: Marcela Vázquez GarzaImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0Miramos el mundo como si fuera evidente que está hecho para todos por igual, como si su diseño respondiera a una promesa universal de accesibilidad. Basta salir a la calle para comprobar lo contrario, rutas peatonales interrumpidas, rampas inconclusas, sistemas de transporte que excluyen a quienes no pueden someterse a su ritmo, escaleras que segmentan la vida pública y funcionan como fronteras invisibles. El pasado 3 de diciembre se conmemoró el Día Internacional de las Personas con Discapacidad y lo primero que salta a la vista no es la fragilidad humana, sino la arquitectura de nuestras exclusiones. La discapacidad no es una carencia individual, es el síntoma más claro de un mundo construido para un solo tipo de cuerpo, mientras 9.5 millones de mexicanos (según el Inegi hasta 2024) negocian con un entorno que los niega y vulnera. Pensar la discapacidad como fallo estructural presenta tres dimensiones: la falla urbana, la falla del sistema de salud y la falla jurídica. La ciudad mexicana es un mapa de obstáculos, rampas que no llegan a ningún lado, transporte inaccesible, escaleras que funcionan como filtros sociales. El sistema de salud no sólo carece de diagnósticos oportunos o de especialistas suficientes, sino también carga con la herencia simbólica que Susan Sontag denunció con tanta lucidez. La enfermedad, escribió, se rodea de metáforas guerreras —“luchar”, “vencer”, “ser fuerte”— que depositan la culpa en quien enferma, como si el cuerpo fuera un campo de batalla donde la voluntad decide el desenlace. El rezago jurídico, por su parte, promete derechos que no se cumplen y accesos que existen sólo en el papel. Estas tres fallas no describen una anomalía del individuo, sino una normalidad del Estado. Pero la discapacidad no termina donde termina la silla de ruedas ni donde empieza la prótesis. Existe un territorio entero de discapacidades invisibles que viven en la penumbra social: dolor crónico, neurodivergencias, epilepsia controlada, ansiedad paralizante, entre otras, que no dejan huella visible en el cuerpo, pero transforman cada gesto de la vida cotidiana. Para estas personas, la ciudad es también laberinto; el sistema de salud, puerta estrecha; el derecho se vuelve un requisito imposible. El problema no radica en su aparente invisibilidad, sino en la negativa colectiva a reconocerlas. Al entramado anterior se suma el capacitismo; esa violencia que opera con sigilo y que, por su sutileza, frecuentemente se confunde con el “orden natural” de la vida social. Una violencia que infantiliza, que exige permisos para ejercer autonomía, que cuestiona la veracidad del dolor ajeno, que desplaza a las personas mediante prácticas aparentemente triviales, como la invitación excluyente, la reunión inaccesible, la presunción de incompetencia. Una violencia delimita opciones de vida y que es estructural no sólo porque se reproduce de manera constante, sino porque se integra sin resistencia a la operatividad social habitual y convierte la autonomía en un privilegio administrado. Esa forma de discriminación que pasa inadvertida, sostiene buena parte de esta arquitectura de exclusión. No escandaliza. No indigna. No convoca a marchas. Sucede como si nada en el lenguaje que reduce, en la ausencia que borra, en la idea persistente de que la normalidad es un cuerpo sin límites y que todo lo demás es problemático. Hemos convertido la independencia en un ideal categórico, olvidando que toda vida humana depende de otra vida. La fragilidad no es excepción, sino condición. Por eso la inclusión no puede ser entendida como “integrar” a las personas con discapacidad al mundo tal como es. Ese mundo, con sus escalones, sus trámites, sus imaginarios, fue construido sin ellas. La verdadera inclusión exige algo más radical: reconstruir el mundo para que todas las vidas puedan habitarlo. Hacer ciudades más blandas, instituciones más permeables, lenguajes más generosos. Recordar que nadie está exento de enfermar, de caer, de necesitar cuidados; que la interdependencia no es derrota, sino la raíz misma de la convivencia. En este contexto, tal vez la pregunta no sea cómo incluir, sino cómo repensar un país para que pueda habitarse con dignidad, independientemente del cuerpo que habitamos.   Columnista: Marcela Vázquez GarzaImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0

La arquitectura de la exclusión

2025/12/05 15:36

Miramos el mundo como si fuera evidente que está hecho para todos por igual, como si su diseño respondiera a una promesa universal de accesibilidad. Basta salir a la calle para comprobar lo contrario, rutas peatonales interrumpidas, rampas inconclusas, sistemas de transporte que excluyen a quienes no pueden someterse a su ritmo, escaleras que segmentan la vida pública y funcionan como fronteras invisibles.

El pasado 3 de diciembre se conmemoró el Día Internacional de las Personas con Discapacidad y lo primero que salta a la vista no es la fragilidad humana, sino la arquitectura de nuestras exclusiones. La discapacidad no es una carencia individual, es el síntoma más claro de un mundo construido para un solo tipo de cuerpo, mientras 9.5 millones de mexicanos (según el Inegi hasta 2024) negocian con un entorno que los niega y vulnera.

Pensar la discapacidad como fallo estructural presenta tres dimensiones: la falla urbana, la falla del sistema de salud y la falla jurídica. La ciudad mexicana es un mapa de obstáculos, rampas que no llegan a ningún lado, transporte inaccesible, escaleras que funcionan como filtros sociales. El sistema de salud no sólo carece de diagnósticos oportunos o de especialistas suficientes, sino también carga con la herencia simbólica que Susan Sontag denunció con tanta lucidez. La enfermedad, escribió, se rodea de metáforas guerreras —“luchar”, “vencer”, “ser fuerte”— que depositan la culpa en quien enferma, como si el cuerpo fuera un campo de batalla donde la voluntad decide el desenlace. El rezago jurídico, por su parte, promete derechos que no se cumplen y accesos que existen sólo en el papel. Estas tres fallas no describen una anomalía del individuo, sino una normalidad del Estado.

Pero la discapacidad no termina donde termina la silla de ruedas ni donde empieza la prótesis. Existe un territorio entero de discapacidades invisibles que viven en la penumbra social: dolor crónico, neurodivergencias, epilepsia controlada, ansiedad paralizante, entre otras, que no dejan huella visible en el cuerpo, pero transforman cada gesto de la vida cotidiana. Para estas personas, la ciudad es también laberinto; el sistema de salud, puerta estrecha; el derecho se vuelve un requisito imposible. El problema no radica en su aparente invisibilidad, sino en la negativa colectiva a reconocerlas.

Al entramado anterior se suma el capacitismo; esa violencia que opera con sigilo y que, por su sutileza, frecuentemente se confunde con el “orden natural” de la vida social. Una violencia que infantiliza, que exige permisos para ejercer autonomía, que cuestiona la veracidad del dolor ajeno, que desplaza a las personas mediante prácticas aparentemente triviales, como la invitación excluyente, la reunión inaccesible, la presunción de incompetencia. Una violencia delimita opciones de vida y que es estructural no sólo porque se reproduce de manera constante, sino porque se integra sin resistencia a la operatividad social habitual y convierte la autonomía en un privilegio administrado.

Esa forma de discriminación que pasa inadvertida, sostiene buena parte de esta arquitectura de exclusión. No escandaliza. No indigna. No convoca a marchas. Sucede como si nada en el lenguaje que reduce, en la ausencia que borra, en la idea persistente de que la normalidad es un cuerpo sin límites y que todo lo demás es problemático. Hemos convertido la independencia en un ideal categórico, olvidando que toda vida humana depende de otra vida. La fragilidad no es excepción, sino condición.

Por eso la inclusión no puede ser entendida como “integrar” a las personas con discapacidad al mundo tal como es. Ese mundo, con sus escalones, sus trámites, sus imaginarios, fue construido sin ellas. La verdadera inclusión exige algo más radical: reconstruir el mundo para que todas las vidas puedan habitarlo. Hacer ciudades más blandas, instituciones más permeables, lenguajes más generosos. Recordar que nadie está exento de enfermar, de caer, de necesitar cuidados; que la interdependencia no es derrota, sino la raíz misma de la convivencia. En este contexto, tal vez la pregunta no sea cómo incluir, sino cómo repensar un país para que pueda habitarse con dignidad, independientemente del cuerpo que habitamos.

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Excelsior2025/12/05 21:00