En cada vez más países la crispación sofoca el ambiente político hasta hacerlo casi irrespirable.
El ascenso de fuerzas ultras es el corolario de una polarización severa, donde la bronca y el insulto cancelan el necesario debate racional entre adversarios.
La clásica división entre izquierda y derecha, si bien no ha desaparecido, se desdibuja para dar paso a otra disyuntiva, peligrosa ésta: entre demócratas y autoritarios. Me explico en cinco puntos.
Uno: la democracia no es patrimonio de unos. Aunque los exaltados nieguen alguna virtud en el rival político, lo cierto es que hay demócratas a la izquierda y a la derecha del espectro político.
Los dos grandes valores de la Ilustración, la igualdad y la libertad, estandartes de cada una de esas fuerzas, siguen vigentes.
La historia no lejana evidencia que las mejores construcciones sociales de la modernidad, como el Estado de bienestar donde se han combinado los más altos estándares de vida para la población y el mayor ejercicio de las libertades, son obra de socialdemócratas y democristianos.
Las izquierdas y derechas democráticas edificaron los grandes consensos políticos y sociales.
Así que usar izquierda o derecha como un insulto político, como oímos y leemos cada día, no es sino un acto reflejo de la ignorancia autoritaria.
Dos: hay también izquierdas y derechas profundamente autoritarias.
Las cruzadas en nombre de la igualdad o de la libertad a secas, sin considerar ningún otro valor ni reparar en los métodos para conseguirlas, ha devenido en pesadillas terrenales.
La historia del siglo XX es un cementerio sembrado por dictaduras de izquierda y de derecha.
Tampoco hay superioridad moral en reivindicarse per se de izquierda o de derecha. Los métodos para conseguir los fines distinguen al tolerante del fanático, al demócrata del autoritario.
Tres: los demócratas reconocen la legitimidad del adversario. Quizá la diferencia fundamental de un sistema democrático respecto de un régimen autoritario es el trato que se le da al disidente, a las minorías.
La democracia está concebida por y para el pluralismo, la diversidad política es un activo, una virtud de las sociedades, por eso se reconocen los derechos de expresión, reunión, manifestación: se puede disentir y las minorías son legítimas y pueden convertirse en mayorías. El demócrata escucha y argumenta.
En cambio el autoritarismo es el reino de la unanimidad, de la uniformidad política, de la obediencia al poder. Quien no está con el gobierno, quien discrepa del poder por ese hecho afrenta contra la patria, contra el pueblo (siempre encarnado por el líder) y merece ser perseguido, anatemizado, estigmatizado, silenciado. El autoritario insulta y manda callar.
Cuatro: un test autoritario, quién recurre al discurso del odio. El que se refiere a su contrario como un político vil, indigno, lo vuelve no un adversario sino un enemigo. Ese verbo autoritario se multiplica delante de nosotros. En Argentina Milei llama a sus opositores “zurdos de mierda”; en Estados Unidos Trump tilda de “comunistas lunáticos” a todos los que le cuestionan. En el otro extremo, Maduro califica de “lacayos del imperialismo” a los venezolanos que exigen libertades.
En México no hubo empacho del poder para otorgarse el monopolio de la decencia al referirse a la oposición como “moralmente derrotada”.
Pero la contaminación no proviene sólo de los gobiernos, aunque esa fuente de polución sea letal, sino de opositores que se convierten en un espejo contrapopulista igual de autoritario.
Salinas Pliego afirmó: “Es hora de sacar a los zurdos de mierda y mandarlos a chingar a su madre” (El País, 20/10/25).
Cinco: los ultras alimentan a los ultras. Cuando los discursos iracundos dinamitan el centro político, cuando la moderación o el mero respeto se interpretan como signos de debilidad o tibieza, sólo queda lugar para la rabia, para los que en uno y otro extremo creen que las soluciones pasan por echar por la borda a los otros.
Su política es vencer, no convencer. El consenso es sospechoso, la imposición es pureza. Cuando en el lenguaje político imperan el sectarismo y el cinismo sólo se hacen oír los ultras de uno y otro bando, retroalimentándose en una peligrosa espiral de odio.
Mientras entre los demócratas de izquierda y derecha puede haber discrepancia y, a veces, valiosos consensos, entre los autoritarios de izquierda o de derecha no queda sino la aniquilación.

